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Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved. Posicionamiento La personalidad de Jobs se veía reflejada en los productos que creaba. En la base misma de la filosofía de Apple, desde el primer Macintosh de 1984 hasta el iPad, una generación después, se encontraba la integración completa del hardware y el software, y lo mismo ocurría con el propio Steve Jobs: su personalidad, sus pasiones, su perfeccionismo, sus demonios y deseos, su arte, su difícil carácter y su obsesión por el control se entrelazaban con su visión para los negocios y con los productos innovadores que surgían de ella. La teoría del campo unificado que une la personalidad de Jobs y sus productos comienza con su rasgo más destacado: su intensidad. Sus silencios podían resultar tan virulentos como sus diatribas. Había aprendido por su cuenta a mirar fijamente sin pestañear. En ocasiones esta intensidad resultaba encantadora, en un sentido algo obsesivo, como cuando explicaba la profundidad de la música de Bob Dylan o por qué el producto que estaba presentando en ese momento era lo más impresionante que Apple había creado nunca. En otras ocasiones podía ser aterrador, como cuando despotricaba acerca de cómo Google o Microsoft habían copiado a Apple. Esta intensidad fomentaba una visión binaria del mundo. Sus compañeros se referían a ella como la «dicotomía entre héroes y capullos». Podías ser una cosa o la otra, y a veces ambas a lo largo de un mismo día. Otro tanto ocurría con los productos, con las ideas e incluso con la comida. Un plato podía ser «lo mejor que he probado nunca» o bien una bazofia asquerosa e incomestible. Como resultado, cualquier atisbo de imperfección podía dar paso a una invectiva. El acabado de una pieza metálica, la curva de la cabeza de un tornillo, el tono de azul de una caja, la navegación intuitiva por una pantalla: de todos ellos solía afirmar que eran «completamente horribles» hasta el momento en que, de pronto, decidía que eran «absolutamente perfectos». Se veía a sí mismo como un artista, lo era, y se comportaba como tal. Su búsqueda de la perfección lo llevó a su obsesión porque Apple mantuviera un control integral de todos y cada uno de los productos que creaba. Le daban escalofríos, o cosas peores, cuando veía el gran software de Apple funcionando en el chapucero hardware de otra marca, y también era alérgico a la idea del contenido o las aplicaciones no autorizadas que pudieran contaminar la perfección de un aparato de Apple. Esta capacidad para integrar el hardware, el software y el contenido en un único sistema unificado le permitía imponer la sencillez. El astrónomo Johannes Kepler afirmó que «la naturaleza adora la sencillez y la unidad». Lo mismo le ocurría a Steve Jobs. Este instinto por los sistemas integrados lo situaba directamente en un extremo de la discusión más fundamental del mundo digital: los sistemas abiertos contra los cerrados. Los valores de los hackers que se impartían en el Homebrew Computer Club favorecían los sistemas abiertos, en los que el control centralizado era escaso y la gente tenía libertad para modificar el hardware y el software, compartir los códigos de programación, escribir mediante estándares abiertos, rechazar los sistemas de marca registrada y crear contenidos y aplicaciones compatibles con una gran variedad de dispositivos y sistemas operativos. El joven Wozniak se enmarcaba en ese campo; el Apple II que diseñó se podía abrir con facilidad y contaba con un montón de ranuras y puertos en los que los usuarios podían conectar tantos periféricos como quisieran. Con el Macintosh, Jobs se convirtió en uno de los padres fundadores de la concepción contraria. El Macintosh era como un electrodoméstico, con el hardware y el software estrechamente interrelacionados y cerrados ante las posibles modificaciones. El código de los hackers se sacrificaba para crear una experiencia de usuario integrada y sencilla. Todo esto empujó a Jobs a decidir que el sistema operativo del Macintosh n